Por Edwin A. Gómez

En las colinas de Francisco Morazán, a menos de una hora de Tegucigalpa, existe un rincón donde el tiempo parece detenerse y la esperanza se teje en cada visita y conversación, en cada risa y pieza de barro. Ojojona no es solo un pueblo pintoresco, es un ejemplo vivo de cómo el turismo social puede transformar vidas, preservar la cultura y encender el orgullo de un país.

Aquí, las manos de sus artesanos —herederos de una tradición lenca—, moldean no solo barro y cerámica, sino también sueños que viajan en las maletas de turistas nacionales e internacionales que visitan este hermoso lugar. Cada visitante no solo observa: participa en una historia que combina arte, fe, historia y naturaleza, dejando huella tanto en el corazón del viajero como en la economía de la comunidad.

 

Ojojona es un destino colonial, en los últimos años, ha visto renacer su economía gracias al turismo comunitario. Sus habitantes, antes dedicados principalmente a la agricultura, ahora encuentran en la llegada de visitantes la posibilidad de mantener vivas sus tradiciones y mejorar su calidad de vida.

 

“Gracias a los turistas, puedo vender mis artesanías y sostener a mi familia”, cuenta doña Marta Rodríguez, quien desde hace 15 años transforma el barro en coloridas piezas de cerámica que hoy viajan como recuerdo a diferentes partes de Honduras o países alrededor del mundo.

El mercado artesanal se ha convertido en el corazón económico del pueblo. Cada fin de semana, decenas de turistas recorren los talleres de madera, cuero y barro, en sus alrededores se puede disfrutar de la gastronomía típica: rosquillas y café recién molido, y cualquier otro producto derivado del maíz. Cada compra representa un ingreso directo para las familias locales.

 

El turismo: motor de desarrollo local

El turismo social no solo brinda empleo, sino que también ha reforzado el orgullo comunitario. Jóvenes que antes pensaban migrar, hoy, encuentran en el turismo un futuro esperanzador. Muchos se han capacitado como guías locales, brindando recorridos para grupos de turistas nacionales y extranjeros que desean conocer la rica historia de Ojojona o adentrarse a sus talleres artesanales donde se producen verdaderas piezas de arte.

 

“El turismo nos cambió la vida; hoy puedo trabajar aquí mismo sin dejar mi pueblo”, afirma Karen Reyes, una joven guía que además de acompañar a visitantes por sitios históricos del lugar, también ayuda a su familia a elaborar artesanías en su propio taller.

 

Experiencia que enamora los sentidos

Visitar Ojojona es sumergirse en una experiencia sensorial profunda, donde cada sentido se convierte en una ventana para disfrutar la esencia de este hermoso lugar.

Vista:

Los colores deslumbran a través de las artesanías que adornan las calles, mercados y talleres artesanales. Piezas elaboradas con paciencia, donde cada detalle plasmado es transmitido de generación en generación, aquí los habitantes transforman el barro, la madera y el cuero en obras de arte únicas. Caminar por sus calles empedradas es como recorrer una galería al aire libre: fachadas coloniales encaladas, tejados de barro y ventanas de madera que cuentan historias del pasado. La municipalidad, el mercado gastronómico y las iglesias conservan el mismo estilo colonial que nos transporta a la época de la colonia.

 

Oído:

Las campanas de la Parroquia San Juan Bautista marcan el pulso del pueblo, mientras el murmullo de los visitantes se mezcla con el saludo alegre de sus pobladores. Dentro de los templos se escuchan oraciones y cantos que llenan el aire de solemnidad. Afuera, la conversación entre turistas y pobladores crea una sinfonía que solo se disfruta en Ojojona.

 

Tacto:

La experiencia de moldear barro, cerámica y arcilla en un taller artesanal es sentir la historia viva en las manos. Las calles empedradas bajo sus pies, la madera pulida de las puertas coloniales y la frescura del aire en el puente El Cuzuco, rodeado de naturaleza y la sombra generosa de un árbol de napoleón, invitan a detenerse y abrazar la calma.

 

Olfato:

El aroma del café recién molido se mezcla con el humo de los hornos de barro donde se hornean rosquillas, rosquetes y semitas. Al pasar por el mercado gastronómico, los olores a maíz, frijoles, sopas y carnes asadas cuentan una historia de gastronomía hondureña auténtica, hecha con ingredientes producidos en la misma comunidad.

 

Gusto:

La cocina de Ojojona es un abrazo al paladar. Degustar una taza de café acompañada de rosquillas, o un nacatamal humeante preparado con recetas familiares, es saborear siglos de tradición. Aquí, cada bocado es un acto de identidad y resistencia cultural.

 

Emoción:

Más allá de los cinco sentidos, Ojojona despierta un sexto: el de la conexión humana. Sus pobladores, en su mayoría de origen lenca, reciben a los visitantes con una calidez difícil de olvidar. Son personas trabajadoras, alegres y profundamente orgullosas de su herencia, que comparten con generosidad sus historias, saberes y sueños.

Este pueblo en el centro de Honduras no solo ofrece arte, cultura y naturaleza, también ofrece paz. Una paz que se respira en sus miradores, en la sombra de sus árboles y en el ritmo pausado de sus días.

Para el viajero que busca escapar del estrés de la ciudad, Ojojona se convierte en un refugio donde la historia se cuenta y moldea con las manos, y la esperanza se cultiva en cada sonrisa.

 

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